De los altavoces marrones color madera recién pulida salía
la música a todo volumen, Sandra sentada en aquel sofá azul celeste de la
azotea de aquella casa sin igual, de aquel lugar donde siempre se había
encontrado como en su casa, con un botellin de cocacola de esos recién salidos
del bar, unos vaqueros blancos y una camiseta verde sin mangas, disfrutaba de
aquel sol que en la mañana de verano se relucía mas que ningún otro día.
A ella la gustaba ponerse morena, esperar días y días frente aquella
puesta de sol, aquel amanecer o aquel sol abrasador del mediodía a que su príncipe
morado, como decía ella, viniese a buscarla y se le llevase en una limusina con
su canción a todo volumen. Había estado soñando, planeando y decidiendo aquel día,
horas y horas, lo que no sabia es que aquello que tanto anhelaba no sucedería,
no ese día, bueno si que lo sabía, pero aquella chica de dieciocho años prefería
vivir en una infancia soñada, en un cuento de hadas. Ella creía en los cuentos
de hadas, aun tenia la esperanza, porque de pequeña la enseñaron que los
sueños, si los persigues siempre se cumplen y que hasta tus mayores deseos
pueden hacerse realidad, que no hay nada que sea imposible, si no improbable,
porque lo imposible es por definición probable.